martes, septiembre 20, 2011

Imitación y postizo o la nada por un bigote. André Bazin y Chaplin


Estoy redescubriéndo a Chaplin. Cada película suya me fascina. El gran dictador es una de mis favoritas y  por eso os dejo este genial artículo de André Bazin sobre la película:

Imitación y postizo o la nada por un bigote
André Bazin

"Para quien otorga a Charlot, en el orden de la estética y de la mitología universal, una importancia equivalente por lo menos a la de Hitler en el orden de la historia y de la política; para quien no encuentra menos misterio en la existencia de ese extraordinario insecto negro y blanco, cuya imagen obsesiona desde hace treinta años a la humanidad, que en la del hombre de los puños raídos que obsesiona todavía a nuestra generación, El gran dictador es de una inagotable significación.

Dos hombres desde hace medio siglo han cambiado la faz del mundo: Gillette, el inventor y divulgador industrial de la maquinilla de afeitar, y Charles Spencer Chaplin, autor y divulgador cinematográfico del «bigote a lo Charlot».

Bien es sabido que desde sus primeros éxitos, Charlot tuvo numerosos imitadores. Seguidores efímeros cuyo rastro solo se conserva en unas pocas historias del cine. Uno de ellos, sin embargo, no figura en el índice alfabético de esas obras. No obstante, su celebridad no cesa de crecer a partir de los años 1932-1933, hasta el punto de alcanzar con rapidez la del lítale boy de La quimera del oro. Y tal vez la hubiese superado si en ese nivel las grandezas fuesen aún mesurables. Se trataba de un agitador político austriaco llamado Adolf Hitler. Lo sorprendente es que nadie se dio cuenta de la impostura, o por lo menos nadie la tomó en serio. Charlot, sin embargo, no se equivocó al respecto. Debió de experimentar enseguida una extraña sensación en el labio superior, algo comparable al rapto de nuestra tibia por un ser de la cuarta dimensión en los filmes de Jean Painleve. No pretendo afirmar en absoluto que Hitler obrara intencionadamente. Podría muy bien ser que hubiese cometido esta imprudencia bajo el efecto de influencias sociológicas inconscientes y sin ninguna segunda intención personal. Pero cuando uno se llama Adolf Hitler debe prestar un poco de atención a sus cabellos y a su bigote. La distracción no es más excusable en mitología que en política. El ex pintor de brocha gorda cometió ahí una de sus faltas más graves. Al imitar a Charlot había iniciado una estafa existencial que éste no olvidó. Algunos años más tarde tendría que pagarlo caro. Al haberle robado su bigote, Hitler se había entregado a Charlot atado de pies y manos. El pequeño judío iba a recobrar mucho mas que el pedacito de existencia arrancado de sus labios, iba a vaciar por completo a Hitler de su biografía en provecho, no exactamente de Charlot, sino de un ser intermedio, un ser hecho precisamente de pura nada.

La dialéctica es sutil pero irrefutable, la estrategia in-vencible. Primer asalto: Hitler le quita a Charlot su bigote. Segundo asalto: Charlot recupera su bigote, pero este bigote no es ya solo un bigote a lo Charlot, con el tiempo se ha convertido en un bigote a lo Hitler. Recobrándolo Charlot consigue una hipoteca sobre la misma existencia de Hitler. Y con ella arrastra esa existencia, de la que dispone a su antojo.

Y crea a Hynkel. Porque quien es Hynkel sino Hitler reducido a su esencia y privado de su existencia? Hynkel no existe. Es un fantoche, un pelele en quien reconocemos a Hitler por su bigote, por su estatura, por el color de sus cabellos, por sus discursos, por su sentimentalismo, su crueldad, sus cóleras y su locura, pero corno una coyuntura vacía de sentido, privada de toda justificación existencial. Hynkel es la catarsis ideal de Hitler. Charlot no mata a su adversario por el ridículo; en la medida en que intenta hacerlo la película flojea; lo aniquila creando frente a él un dictador perfecto, absoluto y necesario con respecto al cual somos absolutamente libres de todo compromiso histórico y psicológico. En realidad nos hemos librado de Hitler por el desprecio y la guerra, pero esa liberación implica en su mismo principio otra esclavitud. La experimentamos aun en ese momento en el que todavía nos preocupa la incertidumbre en torno a la muerte de Hitler. Y no nos libraremos de ella hasta que deje de suponer para nosotros un compromiso, hasta que el mismo odio carezca ya de sentido. Hynkel, en cambio, no nos inspira odio, ni piedad, ni cólera, ni miedo. Hynkel es la negación de Hitler. Disponiendo de su existencia, Charlot la ha rehecho con el fin de aniquilarle.

He hablado hasta el momento en sentido absoluto. Por desgracia, no es del todo cierto que Charlot haya triunfado en esa transfusión de ser. En mi opinión no la logra totalmente más que una vez, durante la danza con la bola del mundo. Se aproxima durante el discurso en que le imita fonéticamente, pero el recuerdo que tenemos de Hitler en su tribuna de Munich puede más que la parodia y hace perder toda su fuerza a la operación. Y es que en ciertos dominios Hitler se ha imitado a si mismo con mas talento que Charlot y en ellos detenta aun el cuño de su personalidad. En los montajes de Capra, Hitler posee incontestablemente una realidad más ideal, menos accidental todavía que Hynkel.

Vemos con claridad que el ridículo nada tiene que ver en el asunto. En las películas de Capra nos reímos de Hitler, pero esa risa no excluye ni nuestro miedo ni nuestro odio; no nos libera de nuestro compromiso. Creo en consecuencia que es un error pretender que la endeblez del filme se deba a su anacronismo y a que no podemos reírnos a gusto de un hombre que ha hecho tanto daño. Es cierto que en 1939-1940 los gags nos hubiesen parecido divertidos, pero solo en la medida en que Charlot ha errado el golpe, en que la parodia no trasciende el ridículo y se queda en un nivel en el que Hitler puede defender su existencia frente a Hynkel. No es lo cómico lo que hay que impugnar, es la fuente misma de la comicidad y la altura metafísica en que se sitúa. Ésta puede quedarse en la zona de nuestros sentimientos históricos: la de la criatura, del ridículo o de la ironía, pero puede también elevarse hasta el Olimpo de los Arquetipos. Del mismo modo que Júpiter metamorfoseado en Diana vuelve sobre sí los sentimientos de la ninfa Calipso, Charlot vuelve sobre Hynkel nuestra creencia en Hitler. Transferencias semejantes son solo posibles en esta confusión mitológica de las apariencias y del ser. La creación original suele hacer del artista un demiurgo. La existencia de Fedra, Alcestes o Sigfrido es definitiva y ningún otro dios puede arrebatársela. Las relaciones entre Charlot y Hitler son un fenómeno excepcional, tal vez único, en la historia del arte universal. Charlot ha pretendido crear con Hynkel un ser tan ideal y definitivo como los de Racine o Giraudoux, un ser independiente incluso de la existencia de Hitler, un ser con una necesidad autónoma. Hynkel podría en ultimo extremo existir sin Hitler, ya que ha nacido de Charlot, pero Hitler no puede hacer que Hynkel deje de existir sobre todas las pantallas del mundo. Es él quien se convierte en el ser accidental y contingente, alienado en suma de una existencia de la que el otro se ha alimentado sin quedar en deuda y que aniquila al absorberla. Este robo ontológico descansa en último término sobre la efracción del bigote. El gran dictador, sin duda, habría resultado imposible si Hitler hubiese sido imberbe o se hubiese cortado el bigote a lo Clark Gable. Todo el arte de Chaplin nada hubiera conseguido, ya que Chaplin sin su bigote deja de ser Charlot, y era preciso que Hynkel procediera tanto de Charlot como de Hitler, que fuese a la vez el uno y el otro para no ser nada, es decir, la exacta interferencia de los dos mitos que los aniquila. Mussolini no es anulado por Napoloni, es tan solo caricaturizado; puede ser además que tenga tan poca existencia como para ser asesinado por el ridículo. El caso de Hitler es distinto, descansa sobre las propiedades mágicas de ese retruécano piloso. Y habría sido inconcebible si Hitler no hubiese cometido primero la imprudencia de parecerse a Charlot en su bigote único.

No es el talento del mimo, ni siquiera el genio de Chaplin quien le autorizaba a rodar El gran dictador. Era solo ese bigote. Charlot ha esperado todo el tiempo que ha sido necesario, pero ha sabido recobrar lo que le pertenecía.
¡Poder del mito: el bigote de Hitler, justamente el bigote, era verdadero!"

Publicado en "Esprit" en 1945, este artículo apareció de nuevo en "Qu'est-ce que le cinema?", 1.1, pags. 91 a 95

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